Del libro "Miguel Krassnoff Prisionero por Servir a Chile"


CARA A CARA CON LA MUERTE




Medalla al Valor otorgada al Teniente Miguel Krassnoff
por la gran valentía que demostró en el enfrentamiento
con los terroristas del MIR el 5 de octubre de 1974


La verdad sobre el enfrentamiento
de calle Santa Fe, donde cae el
terrorista Miguel Enríquez



El día 5 de octubre de 1974, el teniente Krassnoff recorría en auto algunas calles de la comuna de San Miguel. Era una práctica rutinaria que le permitía conocer mejor algunos barrios de la ciudad apropiados para la vida clandestina de los terroristas.


Por ejemplo, barrios populosos donde era más fácil pasar inadvertidos y, dentro de ellos, calles cortas o casas de un piso, adecuadas para huir si era necesario. Sus acompañantes eran un teniente y un subofi cial de carabineros, una mujer asimilada a la Armada, un cabo asimilado a la Fuerza Aérea y un civil informante. Los uniformados llevaban sus armas de reglamento y el civil iba desarmado. Doblaron por la calle Santa Fe, de una sola cuadra. Se detuvieron observando el entorno. En la calle jugaban algunos niños, que los miraron riéndose y se dijeron algo entre ellos. El teniente se bajó y les preguntó por qué se reían.
Uno de los chicos le contestó con desparpajo:
–Porque ustedes andan buscando una casa y nosotros
sabemos cuál es.
–¿Cuál es? –interrogó nuevamente el oficial.
El niño señaló con el dedo una casa cualquiera, aparentemente igual a todas las del sector.
¿Qué hacer? La denuncia infantil podía no tener mayor valor, pero era un antecedente que había que verifi car. Además, ellos llevaban un mandato legal de allanamiento. Pero Miguel Krassnoff prefi rió acercarse, tocar el timbre y conversar con la persona que les abriera. El teniente de carabineros lo acompañó caminando a su lado, más próximo a la pared. Al pasar frente a una ventana de la casa señalada, este alcanzó a oír el casi imperceptible clic de un arma que se apresta a
disparar y gritó:

–¡Cuidado, mi teniente! –y simultáneamente arrastró a Miguel Krassnoff en su caída. Antes de que llegaran ambos al suelo, a centímetros de sus cabezas pasaron las ráfagas de ametralladora destinadas a ellos. Provenían del interior de la casa denunciada.

Lo que siguió fue una balacera infernal. Los uniformados no tenían más armas para defenderse que cada uno su revólver. Un fusil que pertenecía al teniente Krassnoff había quedado en el vehículo. Urgía pedir auxilio. Este envió al oficial de carabineros a buscar un teléfono desde donde llamar. En esa época no había celulares ni walkie-talkies de largo alcance. Mientras tanto, él se parapetó detrás de un poste situado frente a la casa ocupada por los terroristas, para repeler el ataque con su revólver y más tarde con su fusil. Al menos eso es lo que él cree haber hecho. Después hubo gente que le dijo que había permanecido al medio de la calle disparando. Sea como fuere, mientras no llegaran los auxilios, la inferioridad de ellos era manifiesta. Los terroristas no solo tenían una superioridad abrumadora en el armamento de que disponían, sino que incluso lanzaron contra Miguel un proyectil accionado por un arma antiblindaje, la que –debido a la corta distancia del impacto– no alcanzó a desarrollar toda su potencia explosiva y estalló detrás de él, demoliendo parte del muro de una casa. Miguel Krassnoff recuerda también que los terroristas le disparaban con balas «trazadoras», hechas para combatir de noche porque dejan tras de sí una estela de luz que permite seguir su dirección. Aún en pleno día, el ofi cial veía pasar estas luces fugaces a su izquierda y a su derecha. ¿Cómo no lo alcanzaron? Habrá que poner este pequeño milagro –como el de su nacimiento– a cuenta de la voluntad de Dios.

Cuando el teniente Krassnoff agotó sus tiros, corrió él también en busca de un teléfono, porque el ofi cial de Carabineros no había encontrado ninguno. Esa era otra realidad del Chile anterior al gobierno militar. Los teléfonos eran artículos de lujo, muy escasos en los barrios de clase media. Por fin dio con una señora que le facilitó el aparato, pero que estaba empeñada en obligar a Miguel a tomarse antes ¡un vaso de agua con azúcar!, porque estaba muy pálido… Finalmente, el teniente logró comunicarse con la DINA y explicar la situación. Pero a esas alturas el tiroteo había empezado a decrecer.

Sin embargo, uno de los subalternos que acompañaba al teniente vio a un hombre herido en la cara que había trepado sobre un muro vecino con intenciones de huir por ahí. Conminado a levantar los brazos y detenerse, este siguió avanzando mientras balbuceaba algo sobre una mujer herida. De pronto sacó un arma con intención evidente de disparar sobre su interlocutor. Este reaccionó de inmediato y se adelantó a disparar él. El sujeto cayó al suelo, muerto. Más tarde pudieron comprobar que el arma que llevaba el muerto estaba cargada con balas llamadas «dum dum», las cuales tienen tal poder mortífero que están prohibidas por todos los tratados internacionales.

Cuando cesó toda resistencia el teniente Krassnoff avanzó para entrar en la casa. Lo acompañaba un hombre del Servicio de Investigaciones que también había llegado al lugar. Lo primero que vieron fue una mujer, ensangrentada, tirada en el suelo. El detective pidió permiso para rematarla.

El teniente se negó, se inclinó para examinarla y comprobó que estaba embarazada y que vivía. La tomó en sus brazos y personalmente la llevó a una ambulancia que también había llegado. Le dio orden al chofer de llevar a la herida al Hospital Militar. El conductor intentó negarse a «llevar a una terrorista asesina a ningún hospital». «El pueblo ya ha sufrido demasiado por culpa de ellos» –argumentó. Pero el teniente desenfundó su revolver y lo obligó a cumplir la orden.

Ya más tranquilo, Miguel Krassnoff recuerda que a los dos extremos de la calle bloqueada por los carabineros se formaron dos tumultos de curiosos que habían acudido al ruido de los disparos. Y de esas dos masas humanas surgía un solo grito:

–Mátenlos a todos!... ¡Mátenlos a todos!

Cuando él había salido con la mujer herida en brazos, una voz de entre la gente le gritó:

–¡Bote a esa puta, jefe!

Esos eran entonces los sentimientos no de los militares, sino de la gran mayoría de los chilenos. Había odio contra los terroristas. Odio y miedo. Y en los sectores populares esos sentimientos eran más intensos, porque ellos eran los que habían tenido que soportar más de cerca su autoridad arbitraria, sus crueldades y los riesgos que suponía siempre su proximidad. Estos gritos y la primera reacción del chofer de la ambulancia eran una prueba de ello. Terminado el enfrentamiento, ahora podemos hacer una composición de lugar de lo sucedido dentro del recinto. Esta era una casa de seguridad que albergaba a los principales miembros de la comisión política del MIR. El último hombre que murió disparando, mientras intentaba huir, era Miguel Enríquez, no solo dirigente máximo del terrorismo chileno sino que, además, secretario general de la Coordinadora Revolucionaria para el Cono Sur.

Al parecer Enríquez fue herido en la cara al comienzo del tiroteo y perdió el conocimiento. Uno de sus compañeros, Humberto Sotomayor, de profesión médico, le tomó el pulso y declaró que estaba muerto y que lo mejor era huir. Así lo hicieron todos, trepando por los techos de las casas vecinas, vía de escape que seguramente tenían prevista. Cuando Miguel Enríquez recuperó el conocimiento estaba solo con su amante, Carmen Castillo Echeverría, quien también disparaba; pero pronto ella fue puesta fuera de combate. Enríquez fue así el último en morir intentando disparar mientras huía.

El enfrentamiento de la calle Santa Fe fue un golpe mortal para el MIR, no solo porque el jefe que perdieron era un terrorista duro y experimentado, sino además porque generó un quiebre defi nitivo entre los demás miembros de la cúpula. En efecto, quienes no se encontraban en la casa de la calle Santa Fe en esos momentos acusaron de cobardía a los que huyeron, y en especial a Humberto Sotomayor, quien, siendo
médico, había diagnosticado la muerte de su jefe cuando este solamente había sufrido un desmayo.

El diario clandestino El Rebelde, en el que el MIR da cuenta de la muerte de su jefe máximo, no escatima los más duros epítetos para sus acompañantes que lo abandonaron.

Pero volvamos al momento de los hechos. Restablecida la calma en el lugar, la casa de los miristas fue naturalmente registrada. En ella encontraron abundante armamento y una valiosa documentación sobre las actividades del movimiento terrorista. En el hospital, la mujer herida fue recibida personalmente por el Dr. Silva, quien estaba ese día de turno en el servicio de urgencia. La atendió de inmediato y gracias a la prontitud y a la efi ciencia de las atenciones recibidas empezó a recuperarse. Permaneció allí hasta su completa mejoría. Durante ese tiempo, el teniente Krassnoff acudía todos los días a interrogarla. Esta tarea no fue difícil. «Mi conversación con ella –recuerda ahora– estableció unas relaciones de trato fluido, normal y diría casi amistoso». Sin embargo, la amante de Miguel Enríquez se reveló extremadamente voluble en sus opiniones. A Miguel Krassnoff le dijo que le estaba agradecida por haberle salvado la vida, ya que ella estaba semiinconsciente cuando la encontraron y alcanzó a oír la propuesta del detective de rematarla y la negativa del oficial, quien la llevó hasta la ambulancia.

Más tarde, en su libro Un día de octubre en Santiago, dice que «unos hombres la llevaron arrastrándola hasta la esquina»… ¿hasta la ambulancia? Reconoce que fue llevada al Hospital Militar y evoca los interrogatorios del «capitán Marchensko» (sic), sin acritud. Luego Carmen Castillo fue dada de alta y enviada al extranjero. Fue también el teniente Krassnoff el encargado de
acompañarla al aeropuerto, para que se embarcara hacia Inglaterra. Se despidieron cordialmente y Carmen le reiteró no solo su gratitud hacia él sino también –según dijo– «a todas las personas y autoridades que han tenido esta actitud conmigo».

Posteriormente, en París, sus compañeros terroristas le informarían de que este era el monstruo más cruel de la DINA. ¡Y ella que había creído que «era el bueno» de toda esta historia! Su conducta desde entonces ha seguido siendo una contradicción permanente. Cuando pudo regresar a Chile quiso entrevistarse nuevamente con el ya coronel Krassnoff para agradecerle su comportamiento. Con este objeto lo llamó por teléfono a Valdivia, donde este se encontraba destinado, pero él no la atendió. Pidió la intervención de otras personas, entre ellas del entonces ministro secretario general de Gobierno,
Francisco Javier Cuadra, quien le manifestó a Miguel que para él había sido una grata sorpresa la forma elogiosa como Carmen Castillo se había referido a su persona, siendo ella una extremista de izquierda. El oficial insistió en su negativa; a su juicio, no le correspondía recibir ni elogios ni agradecimientos, pues lo que había hecho era cumplir con su deber. Si ella consideraba esta actitud como extraordinaria, podía agradecer públicamente al Ejército, porque su actuación era la consecuencia de la formación moral, personal y profesional que allí había recibido. El ministro Cuadra al parecer había quedado tan impresionado por el empeño de la ex terrorista de agradecer su conducta a un militar, que envió una carta a la sección Cartas al Director de El Mercurio, lamentando la negativa de Miguel Krassnoff a una entrevista que él veía como «un significativo gesto de reconciliación personal y nacional».

Parece que el coronel Krassnoff, en cambio, tenía una larga experiencia con terroristas como para creer en tanta gratitud. Finalmente, hace pocos meses, Carmen Castillo fue entrevistada por El Mercurio con motivo de un documental titulado Calle Santa Fe, que ella misma había dirigido. En esta entrevista cuenta su regreso a la calle en la que murió su amante, sus conversaciones con los vecinos y dice textualmente: «Fue durante el rodaje que me enteré del primer gesto que me salvó la vida. Fue un vecino, Manuel, quien vio que había una ambulancia cerca, de casualidad. Manuel logró que la ambulancia se acercara pese a la DINA y me llevara a la Urgencia del Barros Luco». Si Carmen Castillo cree efectivo esto que dice, ¿por qué se empeñó tanto, cuando regresó a Chile, en entrevistarse con el coronel Krassnoff para agradecerle su ayuda? Esta mentira manifiesta parece pueril, pero tal vez tiene otra explicación. Es probable que la ex amante de un terrorista esté imbuida de ideas marxistas.

Y existe una escuela de pensamiento contemporánea –muy deudora del marxismo, por cierto– que sostiene la siguiente teoría: el ser humano debe «liberarse» de la verdad. La verdad es opresora. Nos limita, nos cohíbe, nos obliga a atenernos a la realidad, limitando nuestro derecho a expresar libremente lo que queremos. En el caso de Carmen Castillo, por ejemplo, ¿cómo no va a ser abusivo que la verdad la obligue a decir que un milita le salvó la vida si ella odiaba a a los militares? ¡Fuera la verdad que nos aprisiona! ¡No importa contradecirse! No importa falsear los hechos! Lo que vale no es lo que sucedió sino lo que ella quiere contar haciendo uso de su « libertad»… para mentir. En una nueva entrevista, más reciente (28 de octubre de 2007), al mismo diario, Carmen Castillo ha reiterado esta, su nueva versión de los hechos. En cambio, el diario La Tercera (3 de noviembre de 2007) informa que, según el parte policial, Carmen Castillo fue trasladada de urgencia al Hospital Militar, lo que confirma las declaraciones de Miguel.

Al escribir los datos que respecto a este caso me ha relatado Miguel Krassnoff, tengo ante mi vista otros testimonios de la prensa con idénticas o nuevas mentiras. No creo que valga la pena insistir en ellas. Ya sabemos –y tendremos otras oportunidades de comprobarlo– que a una persona deformada por la ideología marxista no se le puede pedir coherencia ni veracidad.

Mejor es que salgamos de estos disparates para volver a una realidad más grata.

Pocos días después de estos hechos, en una ceremonia privada efectuada en el edificio Diego Portales, en presencia de todos los miembros de la Junta de Gobierno y otras autoridades militares y civiles, el teniente Miguel Krassnoff Martchenko y los subalternos que lo habían acompañado fueron condecorados con la medalla «Al Valor», máxima distinción a la que puede aspirar un integrante de las Fuerzas Armadas y de Orden. Conviene añadir –para la civilidad que ignora con frecuencia el rigor de los procedimientos castrenses– que el otorgamiento de esta condecoración va precedida de un riguroso proceso, en el que se estudian a fondo las circunstancias, para comprobar si efectivamente los beneficiados propuestos arriesgaron sus vidas en cumplimiento de su deber. Esta medalla no había sido concedida en Chile por acciones en combate desde el término de la Guerra del Pacífi co, en el siglo XIX. Para Miguel Krassnoff, además, esta condecoración castrense tiene un valor afectivo muy especial. En efecto, su objetivo, premiar el arrojo y la valentía personal del soldado, coincide plenamente con la famosa medalla de San Jorge, de la época zarista, que también habían recibido, años antes, su abuelo y su padre, a quienes ya hemos conocido en la primera parte de esta historia.